Las Dos Cosas Protectoras por Fernando Solana Olivares
En este artículo Fernando Solana Olivares nos habla de las dos cosas lúcidas protectoras del mundo, llamadas así por el Buda, hiri y ottappa, vergüenza moral interna y temor propio hacia la consecuencia de acciones inmorales, las cuales serían factores suficientes en el empeño de construir un proceso civilizatorio distinto por entero al nihilismo egoísta y terminal predominante en nuestra ominosa realidad actual.
El mundo está en llamas. Lo advirtió el Buda hace más de dos mil quinientos años, pero ahora, si se nos permite el uso enfático de la verdad convencional, su incendio ha llegado a cobrar proporciones dantescas. Las certezas relativas que construyeron un proceso civilizacional hoy están rotas, fracturadas, y se cumple con pavorosa perseverancia aquella visión marxista sobre la modernidad, entonces metafórica y actualmente literal, acerca de que todo lo sólido se desvanece en el aire. Todo fin de un mundo es el fin de una ilusión, y por fin sabemos que esa solidez atribuida a la realidad episódica no era tal.
También sabemos que nunca es tal: dicha realidad episódica siempre es una construcción de la conciencia humana, pero hay momentos históricos cuando los atributos supuestos, los ideales convencionales, las costumbres rutinarias y los sentidos ideológicos no sirven ya para transitar por los valles de dolor y lágrimas donde son más desdichados que de costumbre los seres humanos, donde no se cumplen sus anhelos, donde fracasa su intención existencial. La razón de ello, siendo la misma que ha sido a lo largo del tiempo, en este momento específico se ha vuelto fatal: una aguda y extendida ignorancia sobre la verdadera naturaleza de lo real.
Sin embargo, como lo real episódico, relativo, impermanente e insustancial es aún, si esto es posible, mucho más adverso y aciago que de costumbre, suelen surgir diversos instrumentos, reflexiones, conocimientos y posibilidades propios de lo que el pensamiento budista designa como la doctrina de la aparición simultánea, descrito en otra tradición como paradoja de la proximidad. En cierto modo, sin saberlo directamente pero intuyéndolo con cabal sabiduría, el poeta Hölderlin lo planteó igual: “donde crece el peligro crece también la salvación.”
Así, estando aquí el peligro creciente, aquí mismo surge de nuevo un texto que contiene la salvación. No una salvación escatológica o metafísica, teísta o providencial, sino una perspectiva de acción concreta, empírica, individual y a la vez colectiva, que de conocerse y practicarse permitiría precisamente eso: comprender y transformar, comprender y trascender, comprender y salvar. Se trata del libro Dejando atrás el sufrimiento. Enseñanzas de los discursos del Buda (Editorial Pax México, 2009), escrito por Miguel A. Romero ---quien antes fue el bhikku (monje) Thitapuñño, adscrito a la tradición budista Theravada, la escuela más antigua del budismo histórico--- y compuesto en mexicano, por hacer referencia a un elemento no del todo secundario para subrayar la valoración de su singular importancia entre nosotros.
Lo que el budismo Theravada llama en lengua pali Dhamma (Dharmma en sánscrito; doctrina, en español) es asombrosamente dúctil, pues sin perder su preceptiva esencial, la cual es tan compleja como al cabo resulta sencilla, ha logrado adaptarse culturalmente a lo largo de la historia en diversos ambientes y sociedades ahora occidentales, según viene ocurriendo desde el siglo diecinueve cuando el filósofo Arthur Schopenhauer conoció la filosofía budista, fue deslumbrado por ella y comenzó su incorporación, así fuera discursiva y por ende descontextualizada, al pensamiento de la modernidad. Así se inició un proceso hasta hoy ininterrumpido considerado por Mircea Eliade, entre otros, como el acontecimiento central del siglo XX: el descubrimiento por el Occidente de la sensibilidad, la doctrina y la psicología profunda del Oriente budista, de la ciencia del espíritu establecida en el siglo VI a. C. por un príncipe nacido en la ciudad de Kapilavastu, el cual, en palabras de Jorge Luis Borges, “no se ha hecho culpable de ninguna guerra y ha enseñado a los hombres la serenidad y la tolerancia.”
Producto de varios años de aprendizaje práctico y reflexión en las enseñanzas del Buda, el Despierto, conforme Miguel A. Romero señala en el prólogo a estos ensayos, pláticas recopiladas y traducciones de textos canónicos provenientes del canon Pali que representan un pequeño bosquejo de su amplia enseñanza, Dejando atrás el sufrimiento atiende lo que el mismo autor define como “factores, eventos y procesos pertinentes al mundo de la mente ---la especialidad del Buda”, cuyo conocimiento puede inducir el despertar en quienes, poseedores de una cierta sabiduría, se encuentren al borde de una madurez que ofrece la metodología vivencial del budismo conocida como el Noble Óctuple Sendero: entendimiento correcto, intención correcta, lenguaje correcto, acción correcta, modo de subsistencia correcto, esfuerzo correcto, atención correcta y concentración correcta.
La moral budista, escribe Romero, difiere de los sistemas teístas de las grandes religiones porque no es etnocentrista ni homocentrista ni autoritaria. Su objetivo no es alcanzar la moral en sí, porque ésta es solamente un soporte necesario para que la mente del sujeto alcance el fin del sufrimiento a través del imperativo esencial budista: preservar, descubrir y llegar finalmente a la verdad. Como diría el mismo Buda: “la inamovible liberación de la mente, lo que constituye el objetivo de esta vida santa, su esencia y finalidad.”
El mundo se deshace, pero el mundo puede recomponerse. Se trata de comprender lo real mediante una muy antigua y a la vez inédita manera para establecer culturalmente otra urgente y lúcida disciplina moral.
LAS DOS COSAS PROTECTORAS II
Para Ciro Gómez Leyva, con un abrazo
Basho, poeta budista, advertía contra el uso de adjetivos de magnitud porque, siendo inexactos, conducen a la infelicidad. En tal precaución lingüística puede verse la voluntad operativa de esta ciencia del espíritu que se define como el camino del justo medio, ese equilibrio cognitivo, psicológico y ético indispensable para apartar los velos de la ilusión materialista y encontrar el sentido de lo real, más allá de revelaciones metafísicas o de dogmas devocionales, de mesías escatológicos o de intermediarios sacerdotales, de morales teístas y autoritarias, de decálogos flamígeros absortos en la persecución de pecados y herejías.
Sin embargo, este libro (Dejando atrás el sufrimiento. Enseñanzas de los discursos del Buda) resulta ---a pesar del adjetivo de magnitud--- extraordinario, no solamente por su claridad expositiva, por su correcto y accesible lenguaje; no solamente, además, debido a la temática que aborda: el muy noble, verificable y empírico budismo, sino quizá sobre todo porque representa una nueva y hasta inédita ---así sea totalmente canónica--- interpretación vivencial de ese pensamiento, sucedida culturalmente entre nosotros y efectuada por una persona episódica que proviene de nuestra misma mentalidad ---relativa y efímera, sin duda, pues la mentalidad es un fenómeno compuesto, pero desde la cual conoceremos o no una doctrina que podría curar nuestra ignorancia sobre la verdadera naturaleza de lo existente y aligerar nuestra agobiante carga histórica y existencial.
Los budistas hablan del Dhamma (la doctrina) como de una rueda que gira en el tiempo. Los ensayos de Miguel Ángel Romero demuestran que ella se ha desplazado hasta nosotros en uno más de sus movimientos seculares, que ya está asentada aquí y se manifiesta mediante expresiones y didácticas propias de una idiosincrasia específica, al modo de una budología, una budiatría o un budismo a la mexicana: tan dúctil y plástico es el mensaje de esta práctica inmediata del espíritu, del comportamiento y la conciencia, determinada por una preceptiva de solamente cuatro nobles verdades: el sufrimiento, su origen, su cesación y el camino que conduce a dicha cesación, sendero compuesto a su vez por no más de ocho axiomas de acción individual. Complejidad de lo simple, sencillez de lo real. O transparencia de una ética inmediata y cotidiana que no representa un fin en sí misma sino un mero instrumento, un soporte para la transformación individual.
“Las dos cosas lúcidas protectoras del mundo”, llamadas así por el Buda, hiri y ottappa, vergüenza moral interna y temor propio hacia la consecuencia de acciones inmorales ---mencionadas en “Los cinco impedimentos”, otro notable ensayo del libro donde se pormenorizan los símiles utilizados por ese maestro humano y no divino al explicar el carácter psicológico de aquellos obstáculos mentales que debe vencer la conciencia del sujeto para alcanzar su liberación---, serían factores suficientes en el empeño de construir un proceso civilizatorio distinto por entero al nihilismo egoísta y terminal predominante en nuestra ominosa realidad actual.
O bien el texto “Paz interna, paz mundial”, un pequeño tratado de política básica cuya sabiduría, en paráfrasis que Miguel Ángel Romero hace de las palabras del Buda: “protegiendo nuestra propia paz, protegemos la paz de los demás; protegiendo la paz de los demás, protegemos nuestra propia paz”, también sería suficiente para mejorar radicalmente esta vida pasajera, impermanente, insustancial e insatisfactoria, desde la cual, paradójicamente, debemos intentar el paso hacia la otra orilla incondicionada donde radica la realización final. La cual puede considerarse literalmente como una expansión integral e irreversible de la mente. De ahí el logro que se atribuye a la budeidad, patrimonio potencial de todos los seres humanos: la iluminación.
El budismo Zen, una variante cultural más de la adaptabilidad de esta proteica ciencia del espíritu, afirma que todos los problemas nacen de la falta de atención. Y el cultivo de la atención plena al momento presente es el imperativo categórico de la práctica budista, la única disciplina conocida de la conciencia que enseña una psicofisiología para desarrollar ese atributo de la mente, comprendido por diversos autores occidentales, desde Marcel Proust hasta Simone Weil, como el elemento definitorio de la acción moral en el mundo y de la transformación personal. Lleva al único milagro que el budismo reconoce con ese nombre: el cambio de actitud.
Es posible, pues, que este singular libro de Miguel Ángel Romero provoque en sus lectores un vital sentimiento de urgencia para dar un primer paso hacia la salvación del sujeto histórico posmoderno: la atención. Decía Nietzsche, alumno renegado del filósofo budista contemporáneo extraviado en Occidente, Schopenhauer, que sólo se necesita un pequeño grupo dispuesto a reconstruir el mundo o a derribarlo. Son aquellos que despiertan del sueño colectivo y se disponen a transformar su circunstancia interior. Son quienes antes que cambiar el mundo optan por cambiar su manera de pensar en el mundo. A fin de cuentas eso es lo que enseña el budismo: que somos lo que pensamos, que todo lo que somos surge con nuestros pensamientos y que con ellos construimos lo que llamamos realidad.
La única llave maestra que abrirá la cerradura de nuestro implacable desasosiego es la atención. Leer a Miguel Ángel Romero puede ser el comienzo de tal estrategia: la liberación.
Fernando Solana Olivares
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