Grandes Discípulas del Buddha: Kisāgotamī

Sáb, 10/09/2011 - 13:35
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En esta reseña Maggacitta nos relata la vida del bhikkhuni Kisāgotamī, quien es probablemente famosa porque el Buddha le prometió resucitar a su hijo muerto si ella le traía una semilla de mostaza de una casa donde nadie hubiera muerto.

Kisāgotamī - La madre con su niño muerto

Vivía en Sāvatthī una joven de nombre Gotamī, la hija de una familia arruinada que pasaba un período difícil. Ella era tan delgada y ojerosa (kisa), que todo el mundo la llamaba Kisāgotamī, Gotamī la Ojerosa. Cuando se le veía caminando, alta y flaca, no se podía adivinar su riqueza interior. Bien se podía decir que:

Su belleza era sin duda interna,
fuera no se veía ni una pizca de ella.

A Gotamī no le era posible hallar marido a causa de su pobreza y de su carencia absoluta de atractivo, lo cual era para ella causa de profundo abatimiento. Pero un día, un rico mercader la eligió súbitamente como esposa, pues él apreciaba su riqueza interior, lo que consideraba más importante que sus antecedentes familiares y su apariencia externa. No obstante, los demás miembros de la familia del marido la despreciaban y la trataban desdeñosamente. Esta animosidad causaba gran aflicción a la joven esposa, especialmente debido a su marido, que se veía atrapado entre el amor por sus padres y el amor por su mujer.

Pero cuando Kisāgotamī dio a luz un niño, todo el clan de su marido la aceptó finalmente como la madre del futuro heredero. Ella se sentía inmensamente aliviada, como si se hubiera desprendido de una pesada carga. Ahora era una mujer totalmente feliz y satisfecha. Más allá del amor habitual de una madre para con su hijo, ella estaba especialmente apegada a su infante por ser éste la garantía de su gozo marital y de su paz mental.

Pronto, empero, se demostró que había construido su felicidad sobre una ilusión, pues un día, su bebé enfermó repentinamente y falleció. La tragedia la desmoronó. Temía que la familia de su marido la despreciara de nuevo considerándola kammicamente incapaz de tener un hijo y que otras personas de la ciudad dijeran: “Kisāgotamī debió haber hecho algo muy despreciable para merecer tal destino”. Incluso su marido, temía ella, pudiera repudiarla ahora y buscar otra esposa con un pasado más favorable. Todas estas imaginaciones se revolvían en su mente y una oscura nube descendió sobre ella. Negándose a aceptar la muerte de su hijo, se convenció a sí misma de que estaba sólo enfermo y que se recobraría si daba con la medicina adecuada.

Con el niño muerto en sus brazos, Kisāgotamī huyó de su hogar pidiendo de puerta en puerta una medicina para su pequeño. En cada casa decía: “Por favor, dadme una medicina para mi niño” y la gente le respondía siempre que las medicinas no le servirían de nada ya que el niño estaba muerto. Ella, no obstante, rehusaba aceptar esa realidad y llamaba a la puerta de otra casa, convencida todavía de que su hijo sólo estaba enfermo. Muchos la despreciaron y otros se burlaron de ella, pero finalmente encontró, entre las numerosas personas egoístas y carentes de toda empatía, a un hombre sabio y bondadoso que comprendió que la mujer había perdido la cabeza a causa de su dolor. El hombre le aconsejó que visitara al mejor médico, el Buddha, quien conocería sin duda el remedio adecuado.

Ella siguió presta su consejo e inmediatamente se puso en camino hacia Jetavana, el Monasterio de Anāthapindika, en donde el Buddha residía por aquel entonces. Llegando con su esperanza renovada y con el cadáver del niño en sus brazos, Kisāgotamī corrió hacia el Buddha y le dijo: “Maestro, dadme una medicina para mi hijo”. El Bienaventurado le dijo bondadosamente que sabía de una medicina, pero que tendría que procurársela ella misma. Impaciente, la mujer preguntó de qué se trataba.

“Semilla de mostaza”, respondió el Buddha, asombrando a todos los pacientes.

Kisāgotamī preguntó entonces dónde podía obtenerlas y de qué tipo debía pedirlas. El Bienaventurado respondió que sólo necesitaba obtener una pequeña cantidad de semilla que pudiera conseguir en cualquier casa en la que nunca hubiera fallecido un miembro de la familia. Ella confió en las palabras del Buddha y se dirigió a la ciudad. En la primera casa preguntó si tenían algunas semillas de mostaza. “Por supuesto”, le respondieron. “¿Podrían darme unas cuantas?, inquirió ella. “Claro que sí”, le contestaron, y seguidamente se las trajeron. Pero entonces formuló la segunda pregunta, a la que ella no había concedido tanta importancia: “¿Ha muerto alguna vez una persona en esta casa?” “Evidentemente”, replicaron. Y lo mismo ocurrió en cada una de las casas a las que acudía. En una de ellas había fallecido alguien recientemente; en otra, hacía uno o dos años; en una había muerto el padre, en otra la madre o un hijo o una hija. Kisāgotamī no pudo encontrar ninguna casa en la que nunca hubiera muerto alguien. “Los muertos”, le dijeron, “son más numerosos que los vivos”.

Al caer la tarde, comprendió finalmente que no era ella la única que había sido golpeada por la muerte de un ser querido: ese era el destino común de los humanos. Lo que ninguna palabra hubiera podido transmitir, su propia experiencia de ir de puerta en puerta lo había evidenciado. Kisāgotamī comprendió entonces la ley de la existencia, la ley de la transitoriedad y la muerte dentro del círculo incesante del devenir. El Buddha curó la obsesión de esa mujer y la ayudó a aceptar la realidad. Kisāgotamī pudo dejar de negar la muerte de su hijo, comprendió que era ese el destino de todos los seres.

Tales eran los medios con los que el Buddha curaba a las personas abatidas por el dolor y las sacaba de su engaño incontrolable en el que percibían la totalidad del mundo desde la estrecha perspectiva de su propia pérdida personal. Una vez, cuando alguien se lamentó de la muerte de su padre, el Buddha le preguntó que a qué padre se refería: al padre de esta vida, al de la vida anterior o incluso al de la vida anterior a esa. Porque si alguien desea afligirse, entonces lo justo sería lamentarse también por la pérdida de los otros padres.

Una vez superado el engaño, Kisāgotamī llevó al cementerio el cuerpo inerte de su hijo, lo enterró y después regresó a donde el Buddha. Cuando llegó ante su presencia, el Bienaventurado le preguntó si había traído las semillas de mostaza. “Zanjado está, Señor, el asunto de las semillas de mostaza”, respondió ella, “sólo concédeme el refugio”. Entonces el Maestro pronunció los versos siguientes:

Cuando la mente de una persona está profundamente apegada,
encaprichada por sus hijos o sus ganados,
la muerte la agarra y se la lleva,
como la inundación arrastra a un pueblo dormido.

Al haber madurado su mente en el curso de esa terrible experiencia, Kisāgotamī sólo necesitó estos versos para adquirir la visión profunda de la realidad y alcanzar el estado del acceso a la corriente. Seguidamente pidió permiso para entrar en la orden de las monjas. El Buddha dio su consentimiento y recibió los votos de novicia y la ordenación superior como monja. Tras su ordenación, ella se dedicó plenamente a la práctica y el estudio del Dhamma.

Kisāgotamī describe el gran júbilo que le proporcionó el Buddha, de allí que elogie la amistad con los seres nobles y santos. Ella conocía por propia experiencia el valor de la noble amistad, pues el Buddha compasivo, el amigo más noble, la había salvado de todos los sufrimientos con los que se enfrentan los seres en el terrible círculo de renacimientos. En sus versos de liberación registrados en el Therīgāthā, Kisāgotamī describe las distintas aflicciones que son características de la mujer. Sólo cuando se penetra el sufrimiento de una mujer, como aquí se describe, puede comprenderse el gran alcance de la gratitud que ella manifestaba al Buddha por haberle mostrado el camino hacia la liberación.

El Instructor de los que han de ser subyugados
ha declarado que el estado de la mujer es doloroso.
El Instructor de los que han de ser subyugados
ha declarado como dolorosa la vida de una mujer.
Doloroso es también el estado de co-esposa.

Algunas, habiendo tenido una vez un hijo,
cortan, desesperadas sus gargantas;
las más delicadas ingieren veneno.
Cuando el bebé obstruye el nacimiento,
madre e hijo caen en el desastre.

Un día, cuando Māra trataba de distraerla de su meditación, la tentó con estos versos:

¿Por qué, ahora que has perdido a tu hijo
te sientas aquí, sin compañía alguna y con ojos llorosos?
Si has entrado en el bosque completamente sola,
¿es acaso porque estás a la expectativa de un hombre?

Kisāgotamī pensó: “Este es Māra el Maligno, que ha pronunciado estas líneas con la intención de generar miedo, inquietud y terror en mi mente y apartarme así de la concentración”. Ella respondió:

He dejado atrás la muerte de los hijos;
y con eso la búsqueda de los hombres ha concluido.
No estoy triste ni tampoco lloro,
y no tengo miedo, amigo.

En todas partes he destruido el deleite
y la masa de oscuridad he hendido.
Habiendo conquistado el poderoso ejército de la muerte
moro sin mancilla.

Al llamar “amigo” a Māra, Kisāgotamī muestra su carencia de temor y su ecuanimidad, y Māra, una vez más ha sido reconocido por lo que es realmente, no tiene más remedio que desaparecer. La monja Kisāgotamī, que había ascendido desde la tragedia personal hasta la más elevada santidad, fue ensalzada por el Buddha como la monja principal entre las que vestían prendas ásperas, una de las prácticas ascéticas.